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A diferencia de los dinosaurios que tardaron muchos años en extinguirse, muchos de los médicos, entre los que figura el que escribe estas palabras, estamos desapareciendo por el empuje de los nuevos tiempos.

En nuestra facultad nos prepararon para el diagnóstico y tratamiento de las enfermedades y aunque las prácticas no es que fueran muy buenas, nos sumergimos en el mundo de la historia clínica, como hecho diferencial en nuestra práctica clínica. De hecho, existía una asignatura llamada patología general y propedeútica, en la que se nos enseñaban los síntomas y signos clínicos de los pacientes según las enfermedades que padecían.

Aprendimos a escuchar al paciente, lo que se denomina la «anamnesis». Mientras nos habla, estamos observándole atentamente, lo que se denomina «inspección».

Es curioso que a todos los médicos casi extintos, nos enseñaron a tocar, a palpar. Existía el contacto físico.

En nuestras consultas, con mayor o menor dotación de elementos electrónicos, aprendimos a explorar a nuestros pacientes.

Las pruebas complementarias eran escasas pero la formación en la obtención de los datos a los que teníamos que llegar era exhaustiva. La radiología simple era un submundo lleno de información. En la época en que no existía el escáner, las proyecciones de Caldwell, Waters, Hirtz y Stenver eran nuestra esperanza en el hallazgo de datos a nivel de senos paranasales y oídos.

La medicina en general me resultaba parecida a la labor de un detective privado, en búsqueda de pistas que me llevaran al responsable de los hechos. La figura del internista era lo más de lo más. Hojas y hojas de historia clínica e informes y una sucesión de términos, que los convertía en los más completos investigadores de la enfermedad.

En mi especialidad de otorrinolaringología pude aprender a explorar un oído, a limpiarlo, a ver la nariz y garganta a través de una luz indirecta y un espejo frontal, una técnica muy difícil de realizar, pues necesitabas poder enfocar la luz en el punto en el que querías explorar y era imprescindible una visión binocular.

Para rematar de complicar las cosas, explorábamos la laringe mediante un invento muy español, del cantante de coral D. Antonio García, llamado espejo laríngeo. Aprendimos a extraer espinas de pescado de la manera más sorprendente que se puedan imaginar. El paciente abría la boca y se tiraba de la lengua hacia afuera mediante una gasa y con la mano izquierda, sosteníamos el espejo y con la derecha unas micropinzas curvas, sabiendo que la visión es inversa a la realidad y que si tocábamos en la mucosa, provocábamos el reflejo nauseoso del paciente.

Todo un elenco de dificultades, inalcanzable a los residentes de hoy en día.

Podíamos saber si una persona tenía una pérdida auditiva de transmisión mediante una simple pregunta: ¿escucha mejor o peor mientras come?. Es lo que se denomina paracusia de Willis o de Weber.

Podíamos saber si tenía una otosclerosis mediante la inspección timpánica, a través de la mancha de Swartze.

Yo les digo a mis pacientes: «viendo tus tímpanos, te voy a contar la historia de tus oídos»

En definitiva, tras escuchar lo que nos cuentas nuestros pacientes, casi teníamos el diagnóstico. En definitiva, se trataba de aplicar una escucha activa como nos contaba Sir William Osler hace más de cien años.

Los tiempos han cambiado y las tecnologías han llegado para desbancar al ser humano. La deshumanización de la medicina, convirtiéndola en un medio productivo más, ha hecho que el médico no te escuche, no te explore y que se convierta en un mero especulador del gasto sanitario mediante la petición de numerosas pruebas diagnósticas, que muchas veces no sabe para qué las pide, ni te dan información ni sabe lo que cuestan.

Multitudes de médicos preparándose de manera intensiva para un examen MIR como última meta, en una competitividad desmadrada, encaminados a un fracaso clínico y serviciales a los intereses de la industria farmacéutica.

Le doy las gracias a quién me regaló allá por el año 1994 este maravilloso ejemplar del profesor Casimiro del Cañizo, porque se ha convertido en mi vida en un referente de lo que no debo ser.

Yo me voy hacia mi cementerio de elefantes, consciente que no puedo parar los efectos de dichos meteoritos, pero con una conciencia limpia, sabiendo que siempre estuve al lado tuyo.

 

 

Félix Díaz Caparrós

Doctor en Medicina y Cirugía

Especialista en Otorrinolaringología.

 

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